Uruguay es un país caro. En esa frase, tan repetida, confluyen varias realidades. La que reclama el ama de casa cuando se detiene frente a una góndola del supermercado, aquella que demanda el sector exportador cuando observa el atraso cambiario, una que afecta a los trabajadores entre las franjas salariales menos privilegiadas, aquella que formó parte de los discursos de campaña prometiendo una rebaja de los costos del Estado y, la que muestran las encuestas en las comparaciones entre países.
En las fronteras se puede aquilatar esa diferencia, tanto con el litoral argentino, así como la frontera con Brasil. En febrero pasado, el Banco Central del Uruguay convocó a técnicos para conocer el escenario tantas veces citado en la frase del comienzo.
El país es caro en bienes que se comercian con el exterior y la escala del Uruguay pequeño no influye en este segmento. Porque los bienes se comercian entre países, pero lo encarecen los impuestos, aranceles, costos de distribución y logística o los costos salariales salarial.
Sin embargo, está también el factor de las barreras no arancelarias. Y en este punto, hay que remitirse a los registros de importación y los desvíos en los precios que impactan negativamente en el valor del producto, además de otro factor como es la competencia, en tanto Uruguay cuenta con una concentración de mercados entre moderado y elevado.
Lo interesante de los números es que cuando el importador ingresa un producto a un valor, cuando este llega finalmente a manos del público, habrá triplicado su precio. Y eso ocurre con los bienes no transables que maneja uno de los eslabones de esta cadena, que es el consumidor doméstico, a quien también le pesa el “Uruguay caro”.
Si se comparara con países europeos –pongamos por caso los más estables– como por ejemplo Alemania, Francia o el Reino Unido, aún allí se pueden encontrar precios más baratos que los que se encuentran al otro lado de la frontera.
Según este informe, Japón, Islandia, Finlandia, Noruega, Irlanda, Suecia, Dinamarca, Suiza e Israel son más caros. Y si la comparación se efectuara entre países latinoamericanos, los productos uruguayos costaban más del doble que en Bolivia, 80% más caros que en México y la brecha cambiaria con Argentina y Brasil, es conocida y fluctúan en función de las medidas adoptadas por las autoridades vecinas. Tal como ocurrió en el arranque de la era Milei.
Los técnicos aseguran que los productos si no son de producción nacional, son caros. Es que en el país, hay muchos bienes no transables que se deben importar porque no se producen acá. Y un efecto estadístico aporta una presión no menor: en todo el territorio viven unos 3,5 millones de personas, donde las importaciones se concentran en pocas empresas.
En este contexto, se encuentra que el sobreprecio es –casi siempre– más de la mitad del precio que paga el consumidor. Son márgenes elevados, pero tampoco es posible definir por cuántas manos intermediarias atravesó el producto, entre el importador que lo trajo al país hasta llegar al consumidor final.
En cualquier caso, el mapa no se puede cambiar de lugar. Y al sur del sur, hay que gastar en logística y transporte bastante más que en otras zonas. Eso repercute en aranceles más elevados y en el trabajo de los agentes aduaneros.
Los registros de productos ante los organismos estatales –como el Ministerio de Salud Pública– están en manos de grandes empresas por cuestiones vinculadas a los acuerdos comerciales o exclusividad. Por lo tanto, se protege el registro de un importador en vez de otros aspectos sociales, como el empleo. Sin embargo, está probado que los gobiernos pueden intervenir porque –de hecho– ya lo hicieron cuando habilitaron el ingreso de determinados productos en momentos de escasez.
Y cuanto la afirmación refiere a que el país es caro para producir, los técnicos destacan los impuestos –que aún se sostiene en un sistema tributario antiguo– y altos costos de energía.
En medio de esta realidad, el Instituto Nacional de Estadística (INE) señala que es un país con ingresos altos. Registra el mayor Producto Bruto Interno per cápita del continente con 18.000 dólares –según la última clasificación del Banco Mundial– y cada hogar en promedio recibe unos 2.500 dólares, siempre de acuerdo al INE.
También el Impuesto al Valor Agregado (IVA) es uno de los más altos del mundo (22%), lo que sumado a los aranceles y la tasa consular, puede generar a un producto una carga tributaria estimada en el 50%, según los analistas.
El combustible tiene gravámenes adicionales y, por esa razón, la nafta es la más cara de América Latina. Incluso Global Petrol Prices asegura que está entre las más caras del mundo.
Es así que la disparidad en los precios fomenta el comercio transfronterizo con la afectación ya conocida en los puestos laborales por bajar sus ventas. O, tal como se observa nuevamente, una brecha cambiaria con el vecino país. Tal vez no tan profunda como ocurrió hasta 2023, pero que al comienzo de estas vacaciones de julio demostró nuevamente sus diferencias.
Los economistas coinciden en señalar la necesidad de tomar decisiones de políticas públicas asociadas a la reducción de los costos de importación y producción, así como una revisión de la estructura de los impuestos que influyen en el precio final de los productos.
Porque en tiempos electorales asistimos a un planteo en este sentido por parte de diversos referentes que luego resulta desafiante llevar a la práctica. Muy similar al desafío que enfrentan los uruguayos por vivir en uno de los países más caros del mundo.
Mientras se adaptan, se quejan. Pero buscan alternativas que ayuden a mitigar el impacto en las economías domésticas.
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