Antonio de Souza es productor lechero y fue colono durante varios años. Su apego a la tierra lo lleva a rememorar en forma inmediata sus orígenes, en Salto, donde junto a su padre construían ladrillos.
“La parte económica era horrible. Éramos varios hermanos para trabajar en el horno y nos daba para ir comiendo. Allí nos agarró la creciente de 1959. Fueron dos meses de lluvia sin parar y nosotros estábamos al costado del arroyo El Sauce”.
La histórica creciente cubrió el terreno: “No nos dejó nada”, dice contundente. “Pero mi padre era un buen quintero y hacía huerta. Ahí no había mucho porvenir y yo, había dicho que cuando cumpliera la mayoría de edad tenía pensado en irme a trabajar de empleado porque no había otra cosa”.
Pero su historia cambió en forma repentina. “Una noche, serían como las 10, estábamos con mis hermanos comiendo y cuando terminé resolví ahí mismo salir a la carretera rumbo a Paysandú. Seguí a pie hasta la comisaría en Daymán, donde hay un control de policía. Ahí me conocían por mi padre, el horno de ladrillos y porque andábamos en la zona con mi hermano, juntando bosta de caballo”.
Ese paisaje cambió con el paso de las décadas: “donde ahora son las termas, antes había solo campo. Llegué caminando al Control y los policías me dijeron que iban a conseguirme a alguien que me arrimara”.
Un camionero lo trajo a la ciudad. “El camión paró en la avenida Salto y nunca me voy a olvidar que lo primero que vi era la Paylana. Me bajé ahí y caminé hasta el kiosco policial. Le pedí al policía que estaba de guardia, que me dejara pasar la noche”.
Al día siguiente empezó su búsqueda. “Salí a buscar trabajo y empecé en la remolacha, en changas. Después me fui para Constancia, donde precisaban gente en un establecimiento. En ese lugar estuve 10 años trabajando y allí conocí a mi señora. Era un tambo muy grande y también trabajaba con la remolacha”.
Un cambio
De Souza recibió una propuesta que iba a cambiar su perspectiva. “Por aquellos años me propusieron que plantara remolacha, pero yo no tenía nada. Además, era empleado. Y bueno, en ese momento estaba apuntado en Colonización porque quería hacer algo más. Así comencé a plantar remolacha y empecé un tambo con tres vacas”, recuerda.
Explica que se inició, luego de trabajar “en el campo de mi suegro, don Carlos Aguilera”. Sin embargo, mantenía “la visión de tener una fracción, porque era la alternativa de agrandarme. Al poco tiempo apareció un campo en la colonia ‘Ingeniero Acquistapace’. Pasé de tener nada a arrendar 97 hectáreas de tierra”. Su familia cumplió un rol fundamental: “Me ayudaron mucho mi señora y los hijos, que ya estaban grandes. La remolacha anduvo muy bien por algún tiempo pero depende del clima. Además, teníamos el tambo y eso nos daba una garantía, porque todos los días teníamos la comida”.
Con la entrega de la tierra de Colonización, “dejé todo lo que hacía en campo ajeno y me dediqué a eso. Trabajábamos con el BROU, donde tenía un crédito para pagar unas vacas y un tractor. El primer año de producción en esa fracción, sacamos como 500 litros a mano y seguimos trabajando”.
Como tantos productores, valora el cuidado de los recursos para evitar los sobresaltos. “Nunca sacamos un crédito desproporcionado y que no pudiéramos cumplir. Si comprábamos 4 vacas, era porque teníamos 25 o 30 y para las herramientas, se compraba para ir cumpliendo con el trabajo”.
Se hizo chico
Las manos se fueron sumando para el trabajo y mientras se dedicaban al cultivo de la remolacha, también crecía el tambo. “Los hijos empezaron a crecer y se hizo chica la fracción. Un día salí con la idea de conseguir otro pedazo de campo para arrendar y me encontré con un amigo que me dijo que había uno para comprar. Me llevó a la colonia 19 de Abril y me mostró una chacra. En aquel tiempo se podían comprar unas 20 o 30 hectáreas. Pero esa chacra es de 45 hectáreas, se lo comenté a mi esposa y fuimos allá. A veces, las decisiones no son fáciles, pero se compró y se llevaron los animales para allá”.
Su afincamiento en la zona permitió conocer a las personas y estrechar su relacionamiento. “En medio de esta compra y de empezar a trabajar, salieron unos campos en arrendamiento por allí cerca. Nos arreglamos con el dueño y empezamos a incorporar campos en la Colonia 19 porque mis hijos trabajaban mucho”.
En una época fermental, “un vecino me dijo que quería vender. Eran muy buena gente y lo compramos con mis hijos. Al poco tiempo aparece otro pedazo de campo que fue sumando. Seguí arrendando otro campo por la zona y todavía teníamos el tambo en Constancia”.
El de la colonia, “estaba bastante mejorado por las pasturas. Pero ya no se plantaba más remolacha, porque era un cultivo que estaba cerrando su ciclo. Así empezamos a dedicarnos al tambo”.
Sin embargo, este relato resumido llevó varias décadas de intensa labor. “Hacer todo esto nos llevó 40 años. Mis hijos Gerardo y Daniel son los que dirigen el tambo. Manuel se dedicó a la arquitectura y Virginia cumplió un trabajo fundamental cuando nos tocaba ordeñar a mano”, dice sobre sus cuatro hijos.
A sus 78 años, “voy todos los días al tambo porque de este trabajo uno no se retira nunca. Y siempre que pueda voy a seguir andando”. Es que durante toda su vida se levantó a las 3 de la mañana, por lo tanto ahora, no puede quedarse en la cama más allá de las 4.
En la actualidad, la familia –entre los campos de propiedad y los arrendados–, trabaja sobre unas 800 hectáreas, en tambos que “siempre se cuidaron muchísimo y ahora más que nunca”.
Producen para Claldy entre 6.000 y 7.000 litros, pero recuerda que integró “la gran familia que remitíamos a Pili. Fue una de las etapas más difíciles que pasamos con el cierre”. Hoy, “con más de 1.000 animales, la idea que tienen los hijos es seguir agrandando”.
Al concluir su relato, De Souza tiene un claro recuerdo que siempre viene a su memoria y así lo destaca: “una bombilla para tomar mate fue lo que compré con mi primera changa en la remolacha. He tenido suerte de que todo ande bien, pero conseguimos muchas cosas con grandes dificultades. Nada se ha logrado de arriba”.
Y solo por un instante se detiene a mirar atrás: “A veces me paro un poquito y si me preguntan qué me gustaría cambiar del pasado, me voy a mis 18 años cuando estaba en el horno de ladrillo, con la lluvia sacando el barro en una carretilla que se atascaba y en medio de la oscuridad, donde no había nada”.
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