La variable del miedo en cifras de rapiñas

Finalmente se dieron a conocer las cifras tan temidas y sobre las que se preparó –primero– a la ciudadanía con un discurso teórico-práctico de manual para comprender el temor que atraviesa a la sociedad, como es la inseguridad pública. Una publicación de blog insistió en las decisiones judiciales que quitan policías de las calles y los asignan como custodias en casos de violencia doméstica, no meten presos “a quienes deberían estar en las cárceles” y aplican el nuevo Código de Proceso Penal, que es demasiado “benigno”. Ciertamente se trata de un Código aprobado e impulsado por la fuerza política en el gobierno, que –dicho sea de paso– cuenta con las mayorías necesarias para aprobar o desaprobar lo que quiera.
Lo cierto es que las rapiñas aumentaron 56,9% durante el primer semestre de este año y eso significa que ocurrieron 4.800 casos adicionales, en comparación con el mismo período del año pasado. Entre enero y el 13 de junio de 2017, ocurrieron 8.459 y en igual lapso de 2018, sumaron 13.269. Y –como no podía ser de otra manera para la presente gestión– “alguien” es responsable de tamaño incremento.
El Ministerio del Interior había prometido, entre otras cosas, que las rapiñas bajarían 30% al final del período. Sin embargo, lejos de cumplir con el guarismo, utiliza argumentos para responsabilizar a jueces y fiscales por dichos resultados. El fuego cruzado se dirime, por supuesto, en los medios de comunicación y la artillería solo ha servido para poco.
Una fuerza política acostumbrada a confrontar no hace otra cosa que arrimar leña a un fuego y ubica los leños de acuerdo a sus intereses. Entonces el ministro mezcla, con asombroso desconocimiento, los roles de los diversos operadores judiciales y policiales que conforman este nuevo proceso penal acusatorio. Sin embargo, con el paso de los meses se observa un menor ingreso de reclusos a las cárceles, al tiempo que los fiscales reconocen la utilización del proceso abreviado, ante las complejidades existentes y aún sin solución, de la falta de recursos para un sistema que aún no estaba preparado.
Pero este bombardeo que confronta la realidad y muestra un aumento en las rapiñas, con los discursos emitidos desde el Poder Ejecutivo, aportan un efecto de distracción para suavizar o desviar la mirada de lo que resulta innegable.
Si no hubiera nada para demostrar y los números estuvieran tan claros sobre la mesa, no sería necesario cuestionar las razones por las que Bonomi dijo el año pasado que este delito, junto con los homicidios, descendían mes a mes. Entrevistado por el programa “La tarde en casa”, el secretario de Estado aseguró que las rapiñas y los homicidios bajaron 5%, a raíz de la instalación del PADO en abril. Si la situación no presentara tal gravedad, probablemente tampoco dudaríamos sobre la cadena de mandos en las cárceles ni hablaríamos del último motín más grave desde 2002, con toma de rehenes durante 10 horas en el Módulo 12 del Comcar.
Solo a través de una salida negociada se logró preservar la vida de tres efectivos y otro recluso, en un centro de máxima seguridad, donde los “pesados” mandan y establecen sus pautas de “convivencia”. Más de 30 presos que cumplen largas condenas por graves delitos se apropiaron de las armas y tomaron a tres efectivos, a fin de imponer sus deseos de traslados al Penal de Libertad.
Las negociaciones logradas no se conocen. Sin embargo, demostraron que no es tan difícil tomar el mando en un penal de estas características, amotinarse y “picar” –según la jerga– un módulo completo. Cuando promediaba la toma de rehenes, se viralizaron fotografías y mensajes de audio, donde prometían copar el Módulo 8 si no obtenían un rescate de $ 150.000 por los rehenes. Como sea, los delincuentes cometieron nuevos delitos y el Estado es garante de la seguridad pública aún dentro de las cárceles. La prevención del delito y el mantenimiento del orden en los centros de reclusión de alta complejidad tampoco admite nuevos cruces de opiniones.
La anomia social no es una casualidad y responde a un sinnúmero de causalidades que ni remotamente se basan en un cruce de culpas al que nos acostumbraron en los últimos años, donde las argumentaciones torpes e infantiles adquieren una relevancia casi sesuda, de acuerdo con quien brinde las explicaciones o le imprima largos silencios. Aunque se admita lo contrario, la inseguridad ciudadana –y no aquella sensación térmica– es uno de los asuntos de mayor preocupación en la ciudadanía, solo atenuado por la omnipresencia del Mundial de Fútbol.
La relatividad con la que aún se presentan sus consecuencias no resuelve el problema de fondo ni ayudará a quitarlo de la agenda pública que, probablemente, sea el ferviente deseo ante el difícil panorama electoral que se presenta. Mientras, aparecerán en el horizonte varias maniobras de distracción con temas que resultan afines a una usina generadora de votos acostumbrada a la reiteración.
No se trata de continuar la discusión basada en cuánta violencia existe en el país, sino en tratar de comprender las razones que llevaron a esta inconmensurable pérdida de tiempo que confrontó, culpabilizó y creó mayores fisuras a las ya existentes. Es real, también, que el escenario se presenta complejo para una oposición, que no mueve la aguja porque no supo capitalizar los flancos débiles. Ni siquiera acercarse a la población que ya se acostumbró a comparar hacia abajo y, seguramente, todos les resulten “iguales”.
Esa misma anomia lleva a la confusión adrede de los términos, porque resulta de clara utilidad el embrollo entre autoridad y autoritarismo, con referencias poco claras a un pasado reciente y a comparaciones a medias que aportan a una visión hemipléjica, cuando es necesario un campo amplio de visión para resolver el problema. Y aunque aquí no existe la “herencia maldita”, conviene reparar sobre este recurso tan manido de extender las responsabilidades en una sociedad con miedo, cuya mirada empeora cada vez que el Gobierno ensaya una explicación, donde solo demuestra que fracasó.