Las minorías, lo políticamente correcto y los linchamientos

Todavía debe estar presente en la memoria reciente de la opinión pública un hecho acaecido hace un tiempo en la capital, cuando el decano de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de la República difundió una foto –con una leyenda en la que acusó de “discriminación” intolerable– de un cartel escrito en inglés en el exterior de una casa de comidas que rezaba “no dogs or mexicans allowed” (no se admiten perros o mejicanos, en inglés). De inmediato, hordas de twitteros y usuarios de otras redes sociales salieron como impulsados por un resorte detrás del jerarca a condenar este acto, convocar a boicotear el comercio y buscar la forma de sancionarlo explícitamente por la ciudadanía, pero especialmente con todo el peso posible desde el Estado.
Ni lerda ni perezosa, la Intendencia capitalina dispuso una inspección relámpago buscando cuál norma municipal podría estar violando este comercio, para hacerle saber a los dueños del restaurante –un norteamericano y una uruguaya– que en nuestro país no se toleran tales prácticas, y que tenemos “comisarios” éticos, que entre otros desvelos está el controlar que no seamos racistas, por lo menos cuando otros nos miran, aunque íntimamente cada uno pueda actuar así mucho más seguido de lo que se presuma.
Resulta que tal “discriminación” era parte de una broma u ocurrencia –podrá compartirse o no el gusto– del propietario, con base en una película de Quentin Tarantino –algo así como “Los detestables ocho”, en su traducción del título en inglés– en la que en una posada del lejano oeste se había colocado el cartel “No mexicans or dogs allowed” y luego el dueño dejó entrar perros, pero no mexicanos.
Este episodio se enmarca en una tendencia que se ha ido masificando lamentablemente en el Uruguay –no es el único país ni mucho menos– de promover una censura pública, con abanderados militando sobre todo en grupos corporativistas y colectivos que presionan activamente en público, desde las redes sociales y desde ámbitos del Estado y hasta privados, para hacer prevalecer sus posturas e imponer sus opiniones sobre las de los demás, les guste o no, porque se consideran dueños de la razón.
Estamos ante personas intolerantes, que solo dividen al mundo entre buenos y malos, según se piense como ellos o no, y así tenemos a menudo como manifestación de esta intolerancia “linchamientos” en las redes sociales y en otros ámbitos, con consecuencias muchas veces graves para las víctimas de estos manipuladores encaramados detrás de un teclado o de carteles, atizando manifestaciones de colectivos. Estos lamentablemente demasiado a menudo encuentran respaldo de quienes tienen poder de decisión en el gobierno por compartir sus ideas o por temor a quedar expuestos si son denunciados por por no hacer lo que se les pide.
Un recién “linchado” en las redes sociales y ante la opinión pública, naturalmente, ha sido el actor de televisión y teatro “Petru” Valensky, conocido militante de izquierda, quien ha tenido el “atrevimiento” de firmar las papeletas para plebiscitar la reforma constitucional sobre la seguridad, liderada por Jorge Larrañaga. Desde la izquierda, sobre todo, tanto en forma identificada como anónimamente, se le ha reprochado ácidamente que se haya “vendido” a la derecha, por decir lo menos, y además burlándose de su condición sexual, simplemente por tener una opinión distinta y actuar en consecuencia.
Su “pecado” tal vez, ha sido responder a través de las mismas redes, amargamente, y pretendiendo justificarse, y por lo tanto dando a esas personas un sobreprotagonismo que las revitaliza. Es que las redes en sí no son todo el problema, sino que son un vehículo de la intolerancia de gran parte de la sociedad que se hace explícita, porque muchos usuarios las usan para decir lo que comentan en privado, en su círculo de amigos, o solo lo piensan y tienen aquí la posibilidad de decirlo anónimamente. Es decir, decir cualquier cosa de cualquiera –apoyado en hechos o no– y expresan de esta forma odios, resquemores, dudas, discriminación, envidia o lo que sea. También hay solidaridad, amistad, camaradería, empatía naturalmente, porque así es la sociedad, con luces y sombras.
Pero el poder destructivo de quien actúa en forma negativa al exponer a otro al escarnio público supera con creces a la contraparte, las más de las veces, cuando un tema explota en las redes a partir del morbo y se viraliza fácilmente. Lo mismo ocurre con el boca a boca, con las noticias en los medios de difusión.
Pero la intolerancia instalada en el individuo es una cosa, y que sea potenciada por colectivos que lo reivindican y multiplican, instalándolo en la comunidad es otra, y eso debería llamarnos a reflexión. Estos colectivos corrompen la seriedad del debate, del intercambio de ideas. No hacen lugar ni respetan al que piensa distinto. En este comportamiento situamos por ejemplo a colectivos feministas a ultranza, que solo ven las cosas en una dirección y descalifican como “machista” al que no comparte parcial o íntegramente sus postulados, en aras de una igualdad que para ellos funciona en un solo sentido.
Este extremo ha llegado incluso a presionar al sistema político y lograr no hace mucho que se aprobara la figura del “femicidio”, cuando todos sabemos –y así está contemplado en el código– que encuadra en un homicidio especialmente agravado, por lo que el juez cuenta con elementos harto suficientes para aplicar el máximo castigo. De la misma forma se tendrían que haber instituido figuras delictivas como “afrodescendientecidio”, “enanicidio”, “debilicidio”, cuando el homicida se prevalezca de su ventaja física o de otro carácter sobre aquel al que ha hecho destinatario de su insanía.
En esta línea, más allá de la intención de lograr la igualdad a través de cuotas entre sexos, se deja de lado que, por su propia naturaleza biológica, la mujer suele tener áreas de interés que no necesariamente coinciden con las del hombre. Así, hay áreas en que supuestamente los dos sexos deberían tener una representación similar, como es el caso del magisterio, y sin embargo el 90 por ciento de quienes lo ejercen son mujeres, pero a nadie se le ocurre que por ello haya que modificar este esquema mediante una norma que imponga una cuota igualitaria.
De la misma forma, a partir de épocas en que una mujer profesional era una rareza –por culturas eminentemente patriarcales– con el devenir de las décadas cada vez tenemos más mujeres en el ejercicio de profesiones como la medicina, donde el porcentaje es mayor que el de los hombres, el derecho –hay más escribanas y abogadas que colegas masculinos– y a la vez, en la educación terciaria también hay un mayor porcentaje de mujeres.
No son cambios que se han impuesto por leyes o por decreto, ni por la presión de los colectivos, sino porque ha sido una evolución natural. Y así debería entenderse en todas las áreas, apostando a la libertad y a la tolerancia, y no verse obligados a decir solo lo “políticamente correcto”, para no ser “masacrado” por colectivos de minorías que ejercen presión, organizan movilizaciones y “escraches” y alzan la voz por sobre el resto que piensa distinto.