“Tobilleras humanas” y la realidad más allá de un chaleco antibalas

A pocas horas del sepelio de las víctimas de un doble homicidio en Salto, el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, realizó declaraciones que aún golpean en la opinión pública.
Justo el 8 de marzo, una mujer murió a manos de su expareja, un militar retirado, quien ingresó a la casa de la víctima por los fondos y mató a un policía que realizaba la custodia junto a otro efectivo que resultó herido.
“Quién tiene la responsabilidad en este caso?”, le preguntaron al secretario de Estado. “Quiere que sea antipático? La responsabilidad es del policía”, respondió y aclaró que tenía un chaleco antibalas pero no lo usó, por tanto se realiza una investigación interna.
A pesar de que su declaración “no le gusta a nadie”, agregó que “hay que decir las cosas como son: el chaleco lo tendría que haber usado”. Pero seguidamente reconoció: “en realidad, la responsabilidad es del homicida”.
En realidad, la responsabilidad es la falta de un protocolo que establezca claramente las reglas de funcionamiento de una custodia bajo estas características, en la casa del homicida que conoce con detalles porque allí vivió y de un hogar para mujeres, donde cada vez resulta más difícil de convencer a la víctima a asistir.
Es importante tener en cuenta que por cada víctima trabajan uno o dos efectivos en tres turnos y de acuerdo a los datos aportados por el director nacional de Policía, Mario Layera, en total entre 243 y 486 efectivos estuvieron abocados ese día solo a la tarea de proteger a mujeres víctimas de violencia basada en género. Esto como resultado de la decisión de ministerial de no adquirir nuevas tobilleras electrónicas, que si bien no resultan la solución final, sí aportan al monitoreo y vigilancia del victimario.
Pero si ahondamos en las declaraciones del ministro, se puede inferir que la mujer dormía sola en su cuarto y fue a quien el homicida disparó primero, por tanto, el objeto de protección ya no existía. Y si el policía tenía el chaleco antibalas, se enfrentaba a un exmilitar acostumbrado al uso de armas –tenía varias de ellas en su casa– que con puntería certera le disparaba a la cabeza, donde el chaleco no ejercía protección alguna.
Ahora ¿qué debiera contener un protocolo de atención a las víctimas en sus hogares, donde un posible victimario se maneja como pez en el agua? Suponemos que el plan de acción pasaría por modificar la distribución de los muebles en la casa y que la víctima no duerma en el lugar de siempre. Es decir que, con el cambio de ambientes, se confunde automáticamente cualquier planificación macabra. Sin embargo, esto que parece básico no se aplicó.
¿Y quién tiene la responsabilidad en este procedimiento que fracasó porque murió quien debía estar protegida y quien brindaba esa protección? Estamos hablando de una institución con mandos verticales, que ha recibido mayores recursos –en capacitaciones fundamentalmente del exterior y económicos– como nunca antes. Sin embargo, nos acostumbramos a que todo –absolutamente todo– tiene una explicación.
Como sea, el caso de esta mujer es el quinto y en las últimas horas, cuando no se apaga la congoja por lo ocurrido en Salto, la crónica da cuenta de un sexto femicidio en La Coronilla. A pesar de la gritería feminista y las revoluciones que hacen los grafitis en las paredes, siempre con la cara cubierta o en la madrugada, las estadísticas se mueven. Y lo hacen a pesar de las intervenciones mediáticas que reclaman al barrer y con palabras abstractas, cuestiones que nada tienen que ver con el problema de fondo. Porque acá, en estos últimos dos casos, no hay patriarcado ni capitalismo que valga. Son dos criminales despechados que no soportaron un “no” por respuesta, dispuestos a cualquier accionar y cuyas situaciones responden a un emblema cultural que costará demasiado erradicar. Pero, claro, forma parte de las declaraciones “antipáticas” que suele realizar el ministro.
Y el mientras tanto hace su parte, porque en Salto cerró un refugio para mujeres que era relativamente pionero en su condición y justamente se clausuró el 8 de marzo de 2016. Se dice que allí se ejecutan reformas que no se pueden apreciar desde fuera del edificio.
Por el momento se utilizan estas “tobilleras humanas” que no dan el resultado que se les exige, porque así como el delito se vuelve más complejo en general, también la violencia basada en género. Porque los femicidas van por todo, como quedó demostrado por este último hecho ocurrido en Rocha, con el asesinato de una mujer embarazada de cinco meses por su expareja, o ¿realmente alguien supone que esa circunstancia los detiene? O tal como ocurrió en Salto, donde un hijo discapacitado y con once operaciones realizadas ya no tendrá a su madre para su cuidado.
Por eso, más allá de las disquisiciones que pueden surgir de ambos hechos ocurridos con escasas horas de diferencia, aparece una realidad por encima de los reclamos que confunden con mensajes iracundos. En todo caso, la empatía y el pensamiento crítico son recursos que faltan en ámbitos del Estado y las primeras figuras deberían ser ese ejemplo que escasea, antes de hacer declaraciones.
No por nada, la falta de sanciones, el exceso de excusas y justificaciones, el crecimiento delictual y el hartazgo por tanto mensaje que se entrecruza sin mayores resultados, salvo el de impacto mediático y “correcto”, llevan a que casi un 50% de los uruguayos esté a favor de la pena capital. Y eso es peligroso en cualquier sociedad que se precie de moderna, porque parece que no hubiera oportunidades para quienes desean una convivencia en paz y la instrumentación de penas severas, bajo legislaciones con mayor seriedad desde el Parlamento. Y porque hay que recordar el viejo dicho que asevera que cuando un pescado se pudre, comienza a oler mal por la cabeza.