Adiós a Último Recurso

Desde la madrugada del domingo, la única línea para asistencia a suicidas las 24 horas dejó de funcionar por la falta de convenios, aportes del Estado o desde el exterior. Último Recurso trataba de ocupar desde hacía 30 años el vacío que deja el Estado en un problema sanitario que no está visibilizado como tal, protocolizado en los papeles, pero no así en la práctica y sobre el que se habla demasiado, pero se ejecuta poco.
Para tener una idea de lo que hablamos: en 2016, se registró en Uruguay la cifra más alta de suicidios en toda su historia, incluso mayor a la crisis económica y social de 2002, con 709 autoeliminaciones. Eso significa una tasa de 20,37 cada 100.000 habitantes y por cada suicidio se estiman siete intentos. La población con más de 65 años, concentra el mayor riesgo porque en ese segmento etario se presentan 30 casos cada 100.000 habitantes y supera ampliamente el promedio nacional. Al contrario de lo que se cree, un 75% de los casos son hombres mayores de 35 años y la explicación no parece tan difícil de entender cuando esa población masculina queda sola y padece la ausencia de una familia.
Sin embargo, la estigmatización social y el ocultamiento son factores preponderantes que plantean desafíos colectivos e individuales. Sin la visibilización necesaria, el problema crece y se expande a todas las clases sociales porque no cuenta con un músculo que lo sostenga como ocurre con otros colectivos. La violencia basada en género y los casos de femicidio encontraron en las organizaciones feministas una clave para la protesta y la movilización, ayudadas por recursos financieros y logísticos que vienen desde fuera para sostener un lobby global.
Sin embargo, el suicidio se lleva más vidas que cualquier otro delito. Quedó en las declaraciones de intenciones del Ministerio de Salud Pública, cuando en 2015 catalogó a este flagelo como uno de los problemas “más críticos del país” y que, según dicen, está priorizado en los Objetivos Sanitarios Nacionales hacia 2020.
Hace un año que el ministro Jorge Basso firmó una ordenanza que obliga a todos los prestadores de salud a darle un seguimiento a cualquier usuario que haya tenido un intento de autoeliminación, con la prestación del servicio en las primeras 24 horas desde que ocurrió el hecho y luego de esa primera consulta, la segunda deberá cumplirse a los siete días. El problema –el gran problema– es saber si eso se cumple de acuerdo con lo establecido, dadas las complejidades en la atención que presentan algunas especialidades y ante la subestimación existente en torno a la salud mental.
Con todo ese bagaje tan naturalizado se carga hace décadas y el Estado ausente no hace visible un asunto de salud pública y social. Así como el grito en la calle y las actitudes iracundas de diversos colectivos claman que “nos están matando” ante los casos de femicidio, no ocurre nada parecido con el suicidio. Es probable que no rinda electoralmente a los intereses de algunos que alientan a las masas hasta volverlas alienadas como pasó el 8 de Marzo, con destrozos y pintarrajeadas incluidas. En este caso, ninguno de ellos y ellas proclamó a voz en cuello que más de 700 uruguayos y uruguayas por año dejan de existir porque ya no le encuentran sentido a su vida.
Al tiempo que para eso se destinan recursos económicos, técnicos, edilicios y estructuras dentro del sistema de políticas sociales del gobierno, en el caso del suicidio, estaba Último Recurso, sin apoyos ni convenios. Al frente de la oenegé, siempre estuvo la psicóloga Silvia Peláez, especializada en el tema, quien sostuvo el servicio basado en asistencia telefónica y personal a quienes lo necesitaran, con el apoyo de voluntarios y donaciones. Sin embargo, con el paso de los años cayeron uno a uno los pocos convenios que posibilitaban el trabajo de los operadores de la línea. Las explicaciones básicas aseguran que la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) trabaja en la integralidad de los tratamientos de salud mental y desarrolla una “línea” de similares características a la de Último Recurso. Pero ocurre que esta “línea” no está operativa y se desconoce cuándo comenzará a funcionar, si bien ya capacitaron a los técnicos.
O sea, como ya nos tienen acostumbrados: primero se demora la instalación de un servicio con los sucesivos planteos burocráticos, a lo que seguirán las acostumbradas declaraciones más o menos “políticamente correctas” sobre el tema. Y como esto no causa la “alarma pública” necesaria para actuar después de ocurridos los hechos, simplemente el tiempo transcurrirá a contrarreloj de esas vidas que se pierdan. Porque en estos casos, como en otros, una persona atendida a tiempo es una vida arrebatada a la muerte.
Pero, a contrapelo de lo que ocurre con otras políticas sociales más diversas, la acción preventiva de Último Recurso, en vez de fortalecerse, se debilitó. Al desamparo del Estado, se suma la apatía de otras organizaciones que saben dónde movilizarse y cómo mostrar su músculo.
Por eso, contrariamente al grito que rinde, con esta población vulnerable –que puede ser cualquiera de nosotros en cualquier momento de nuestra vida–, se trabaja bajo otros perfiles. También, contrariamente a lo que se decía, a pesar de ser uno de los problemas priorizados en los papeles, solo había una línea de asistencia a quienes necesitaron un impulso para seguir viviendo. Nada menos.
Es que los resultados son fácilmente comparables porque existen estadísticas. En Uruguay, hay dos localidades, como Castillos y Cardona, que registraban tasas de suicidios muy altas.
Sin embargo, mientras funcionaron los talleres de esta oenegé, en la primera, los números bajaron a cero. Ahora, este drama que se expande en silencio queda únicamente en manos de las autoridades de Salud Pública, porque se trata de un asunto muy delicado y requiere una atención durante las 24 horas. La pregunta es: ¿cómo lo hará?