El valor de la tolerancia

Cada día que pasa resulta más evidente la dificultad que tienen los uruguayos en general -y los sanduceros en particular- para reconocer, aceptar y respetar a quienes no comparten sus ideas o preferencias. Un ejemplo de esta lamentable realidad lo constituye las opiniones que se difunden todos los días a través de las redes sociales.
Diseñadas para interconectar a sus miembros sin importar su lugar de residencia ni su nacionalidad, las redes sociales se han transformado, paradójicamente, en un ámbito donde muchos intolerantes dan rienda suelta a su fanatismo político, religioso, deportivo o simplemente existencial, atacando a todo aquel que no piense como ellos. Esas lamentables conductas tienen lugar aún en comunidades en las cuales sus habitantes están más interrelacionados como puede ser nuestro propio departamento. Se trata de personas aparentemente afables y prudentes que se transforman cuando hacen uso de esas redes, atacando a sus vecinos por el simple hecho de pensar diferente, sometiendo a los mismos al escarnio que significa difundir dichos ataques en un medio que llega a miles de usuarios.
El filósofo y matemático británico Bertrand Russell dejó clara la importancia de una convivencia pacífica durante una entrevista realizada por la radio BBC de Londres en el año 1959, en la cual afirmó que “en este mundo que cada vez se vuelve más estrechamente interconectado, tenemos que aprender a tolerarnos unos a los otros, a aceptar el hecho de que alguien dirá cosas que no nos gusten. Sólo podemos vivir juntos de esa manera. Si vamos a vivir juntos y no a morir juntos, debemos aprender una clase de caridad y una clase de tolerancia que son absolutamente vitales para la continuación de la vida humana en este planeta”.
Resulta claro que las actitudes intolerantes, cuando se instalan como una práctica frecuente y aceptada, terminan siendo un ataque directo a la convivencia democrática de cualquier sociedad. En palabras del filósofo español Fernando Savater, “La tolerancia es la disposición cívica a convivir armoniosamente con personas de creencias diferentes y aún opuestas a las nuestras, así como con hábitos sociales o costumbres que no compartimos.”
En la medida que la tolerancia es la base de democracia, cuando más tolerantes seamos como sociedad, más estaremos contribuyendo al cumplimiento de nuestros deberes cívicos, tanto a nivel individual como colectivo. Así pues, resulta importante asumir la tolerancia y su defensa como una actividad cotidiana y medular que debe manifestarse con todos quienes se interactúa socialmente, ya sea que se trate de compañeros de trabajo, familiares, amigos, etcétera. En un régimen democrático la plena vigencia de las libertades de conciencia, expresión, reunión y asociación es un pilar fundamental para el ejercicio pleno de las libertades individuales y supone que los seres humanos poseemos esos derechos por el solo hecho de serlo y más allá de lo que establezcan los textos legales vigentes.
La educación, tanto en el ámbito familiar como en las instituciones curriculares constituye, sin lugar a duda, un presupuesto esencial para que esas normas de convivencia tolerante sean difundidas a través del ejemplo diario de cada uno de los referentes (padres, abuelos, docentes) y del conocimiento de otras realidades y formas de vida. En la medida que los individuos adquieren conocimientos y conocen otras realidades resulta natural que enriquezcan sus puntos de vista y se muestren proclives a convivir con otras ideas y costumbres, aun cuando sean diferentes de las suyas.
No en vano aquellos gobernantes que buscan perpetuarse en el poder toman la libertad como un peligro para sus ambiciones y por eso mismo tratan de mantener a sus conciudadanos en el mayor estado de ignorancia posible, ya sea a través de la quema o prohibición de libros, el control del acceso a internet o la creación de un sentimiento de rechazo hacia todo lo diferentes que divide a las sociedades entre “ellos” y “nosotros”. Todas esas prácticas tienen una finalidad muy clara y meditada: cuánto más ignorante sea un pueblo, más fácil será para sus gobernantes manejarlos a su antojo. Si a ello le sumamos la creación artificial, mediática y tenaz de un “enemigo” al cual combatir, ya sea que se trate de inmigrantes, empresarios o fieles de una religión determinada, se conforma un cóctel explosivo que se ha repetido a través de la Historia con trágicas consecuencias.
La necesidad de una postura tolerante para relacionarse con las demás personas plantea, al mismo tiempo, lo que el filósofo austríaco Karl Popper llamó la “paradoja de la tolerancia” y que fuera planteado en su libro “La sociedad abierta y sus enemigos” en los siguientes términos: “La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aún a aquellos que son intolerantes; si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto como ellos, de la tolerancia. Con este planteamiento no queremos significar, por ejemplo, que siempre debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, por cierto, poco prudente. Pero debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues bien puede suceder que no estén destinadas a imponérsenos en el plano de los argumentos racionales, sino que, por el contrario, comiencen por acusar a todo razonamiento; así, pueden prohibir a sus adeptos, por ejemplo, que prestan oídos a los razonamientos racionales, acusándolos de engañosos, y que les enseñan a responder a los argumentos mediante el uso de los puños o las armas. Deberemos reclamar entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes. Deberemos exigir que todo movimiento que predique la intolerancia quede al margen de la ley y que se considere criminal cualquier incitación a la intolerancia y a la persecución, de la misma manera que en el caso de la incitación al homicidio, al secuestro o al tráfico de esclavos”.
Al final de cuentas, y tal como lo ha señalado la Organización de las Naciones Unidas, la tolerancia no es lo mismo que concesión, condescendencia o indulgencia y en ningún caso puede utilizarse para justificar el quebrantamiento de valores tales como los derechos humanos universales y las libertades fundamentales de los demás. La tolerancia exige, pues, una doble tarea: por un lado, cultivar su práctica para vivir en paz y alcanzar consensos que nos permitan trabajar juntos por el bien de nuestro país y nuestro departamento y por otro, estar atentos a quienes, más allá de vistosos discursos que pueden llegar a invocar nobles causas promueven, en forma más o menos solapada, la intolerancia.