Voracidad fiscal que corta las alas

Hace pocos días, la Confederación de Cámaras Empresariales (CCE), que nuclea a 24 gremiales de todas las ramas de actividad, solicitó al presidente Tabaré Vázquez una rebaja del 10% de las tarifas empresariales de electricidad y una reducción de los precios del gasoil y del fuel oil de 30% a partir de enero. Así, apunta a que los emprendimientos nacionales puedan abatir sus costos de producción y operativos.
El documento sostiene que la economía doméstica “viene mostrando un repunte de crecimiento desde mediados de 2016”, pero considera que “esta recuperación es asimétrica entre sectores y presenta, al menos, dos fragilidades: la inversión y el empleo continúan en caída”.
Ello se explica, “en parte, por los problemas de competitividad que muestra la producción nacional, sobre todo los sectores exportadores”. A juicio de los empresarios, esto se debe al descenso de los precios internacionales de los productos que exporta Uruguay y al aumento de los costos locales debido a la apreciación del peso y a la suba de los precios de insumos claves, “como los energéticos, que se ubican por encima de los de los competidores”.
El planteo no responde a una nueva realidad, sino que este escenario se arrastra con altibajos hace varios años. Puede más o menos disimularse cuando los productos que exportamos mantienen precios elevados, pero reaparece en toda su contundencia en períodos de baja o de promedio, porque –en esencia– somos caros para producir, para el desenvolvimiento empresarial y de la economía doméstica en general. Se requieren medidas que realmente le hinquen el diente a esta problemática.
La confederación de entidades empresariales considera que retomar un crecimiento más balanceado necesita, entre otras cosas, que las “empresas accedan a precios competitivos de la energía eléctrica y de los combustibles”, porque estamos ante precios administrativos que fija el Estado y, desde el mundo empresarial, para subsistir ante la competencia, se vive en un permanente período de ajuste de costos y de manejar alternativas para lograr un balance de calidad-precio. Esto no lo tienen las empresas monopólicas del Estado, que pueden presentar números en rojo y ser ineficientes, porque trasladan compulsivamente sus costos a los sectores reales de la economía, que deben valerse por sí solos.
En el caso de los empresarios, la confederación sostiene que “los combustibles y la energía eléctrica son dos componentes importantes de los costos, particularmente en algunas ramas de actividad”. Resalta además que “actualmente sus precios se ubican por encima de los que se registran en países competidores, en particular de la región, pero también de extrazona”.
Así, las gremiales fundamentan, entre otros aspectos, su pedido de rebaja de las tarifas empresariales con base en el análisis de la evolución de los precios de combustibles y electricidad, particularmente del gasoil. Sostienen que “la brecha entre el precio de importación y la paridad de importación que calcula la Unidad Reguladora de Servicios y Agua (Ursea) ronda el 30%, lo que genera un sobrecosto de U$S 400 millones” y agrega que en el caso del fuel oil la brecha “es cercana al 35%”.
En cuanto a la electricidad, el análisis de la CCE evalúa que el sobrecosto de las tarifas empresariales “es del entorno de 15% al 30%, según el proveedor regional que se compare”. Incluso la confederación aporta otros datos comparativos para poner de relieve el peso que tienen los precios de los insumos energéticos sobre algunas ramas de actividad: según estimaciones de consumo de gasoil por actividades productivas, se advierte que “las cadenas agroindustriales soportan un sobrecosto por desvío de la paridad de importación de unos U$S 150 millones por año”.
A su vez, en el ámbito de la industria, los empresarios aseguran que la energía eléctrica “representa en promedio el 2% de los costos de producción, cifra que trepa a ratios del 15% al 35% en ramas tales como químicos, caucho, papel, plástico, siderurgia y algunos alimentos, entre otras”. Mientras, el peso del gasto en combustibles representa el 1,3% de los costos de producción industriales equivalentes a unos U$S 300 millones.
Los empresarios no solo reclaman las rebajas tarifarias antes mencionadas, sino que opinan que “los mercados energéticos de nuestro país y las empresas públicas que los proveen necesitan reformas para que los precios resulten competitivos y para que evolucionen alineados a los costos, desacoplados de las necesidades fiscales”.
Aquí radica la transición del diagnóstico descriptivo al origen real de los problemas, porque las necesidades fiscales, conjugadas con la ineficiencia de las empresas estatales que no tienen competencia, son las que impulsan el alza los precios de las tarifas públicas, con las políticas que en esta materia ha llevado adelante el segundo mandato de Vázquez, quien heredó un abultado déficit fiscal de la administración de José Mujica, que se acercaba al 4%.
Y ante este desfasaje, el gobierno se comprometió a bajar el rojo de las cuentas públicas al 2,5% del PBI para el final de su mandato. Esa tarea no será fácil, porque en la evolución de ese indicador, según el último dato conocido oficialmente, en los 12 meses cerrados a octubre pasado, el desbalance fiscal llegaba al 3,5% del PBI.
Tan es así que el Ministerio de Economía se opuso a la propuesta de la UTE de rebajar 5% las tarifas de la empresa a partir de enero, proponiendo —por el contrario— un aumento del 7%, según informó días atrás el semanario Búsqueda. Un aumento de los precios de UTE de esa magnitud generaría ingresos adicionales de unos U$S 40 millones.
Estos elementos podrían sintetizarse en una reflexión central: aunque es archisabido que no hay almuerzos gratis, porque siempre alguien tiene que pagarlos –aunque se pretenda hacer creer lo contrario por quienes usan y abusan del dinero de otros–, todavía existe en algunos sectores de izquierda y por deformación cultural de muchos uruguayos la percepción o la ilusión de que es posible reclamar y obtener dinero indefinidamente desde el Estado para satisfacer reclamos corporativos y hasta individuales. Porque el dinero siempre va a aparecer, porque no es de nadie y está ahí para ser usado y actuar como una especie de paladín de la justicia a base de repartir dinero a quienes lo necesitan por encima de otra circunstancia.
Esto explica el déficit fiscal, que el Estado gaste más de lo que recauda para poder atender estas demandas de recursos y apela a obtenerlos, en gran medida, mediante sobreprecios que también aplican las empresas estatales. La consecuencia de este gasto es comprometer la situación de los privados, que enfrentan mayores costos para producir y desenvolverse, le recorta recursos a la economía doméstica y afecta la competitividad por los fuertes condicionamientos internos.
Como no es posible zafar de la porfiada realidad, para poder hacer viable estos planteamientos empresariales, el Estado debería sacar recursos de otro lado, bajar el gasto o, mejor aún, las dos cosas, salvo que aparezca como por arte de magia el cuerno de la abundancia.
Pero no hay magia en las economías, solo transferencia de recursos en este caso y el dilema está en actuar con criterio, pese a las presiones de quienes hasta ahora han sido siempre los beneficiarios, para evolucionar hacia una economía sana y viable, sostenida sobre la conjunción de capital y trabajo que crea riqueza, en las mejores condiciones para desenvolverse, porque otra cosa sería continuar viviendo de engaños y que todos sigamos pagando el costo de la ineficiencia del Estado.