Chile, entre la marihuana y otros vicios

(Por Horacio R. Brum). A Nicolás lo mató la hipocresía. La hipocresía de un colegio que se preocupó más por defender su imagen pública que por proteger a un adolescente desorientado; la hipocresía de unas autoridades que lanzan anatemas contra la marihuana, en tanto permiten el establecimiento de negocios para la venta de semillas, manuales e insumos para el cultivo de la planta; la hipocresía de una sociedad cuyos jóvenes son los más consumidores de alcohol y tabaco de América Latina –y están en los primeros puestos del mundo–, pero que se caracteriza por la timidez de las campañas contra los vicios y donde el bien público suele quedar supeditado a los intereses comerciales.
El 11 de agosto, un inspector del liceo de la Alianza Francesa halló en el baño de alumnos a Nicolás Scheel, de 17 años, con un poco de marihuana en una caja de metal. Aunque más tarde los medios de comunicación hablaron de 71 gramos de cannabis, lo cierto es que ese era el peso de la caja y el joven no tenía más que 1,7 gramos. De todas maneras y porque las autoridades de la institución no lograron comunicarse de inmediato con su familia, fue entregado a la policía y permaneció en una comisaría hasta que su madre lo fue a buscar.
Dejando de lado los procedimientos más elementales para tratar con adolescentes en esa situación, el colegio prefirió cumplir con la ley 20.000 de consumo y tráfico de drogas, que castiga con multas o penas de cárcel a los responsables de un establecimiento donde haya personas usando o vendiendo drogas. Dos semanas más tarde, después de un consejo disciplinario que personas cercanas al colegio describen como “más parecido a un tribunal militar”, Nicolás fue suspendido por nueve días. En la noche siguiente a la notificación de la pena, se colgó de un árbol en una plaza cercana a su casa.
Esta semana, cuando el caso de Nicolás Scheel no es más que una nota perdida entre las páginas de Internet y los candidatos para las elecciones presidenciales de noviembre rehúyen el tema de las drogas, un informe de la policía de Carabineros indica que prosperan en Chile las tiendas de venta de semillas de marihuana, conocidas como “grow shops”. Solo en Santiago existen alrededor de 60 registradas, pero bien podrían ser muchas más. A este corresponsal le consta que en Providencia, el barrio céntrico y residencial donde vive, hay galerías con varios comercios de ese tipo. A la entrada de una de las estaciones del metro, el ferrocarril subterráneo, uno de ellos tiene un gran letrero que proclama “la primera grow shop de Chile” y en Concepción, la segunda ciudad del país, otra tienda rinde homenaje al expresidente uruguayo: “Mujica grow shop”, no precisamente por los valores democráticos que este encarnó para el mundo…
Además, desde 2014, una de las municipalidades de Santiago mantiene una plantación para abastecer a los enfermos con dolores crónicos que usan la marihuana para aliviarlos y el Servicio Agrícola y Ganadero autorizó, en 2015, el cultivo para uso medicinal, por una empresa privada. No obstante, un proyecto de ley de despenalización, aprobado por la Cámara de Diputados, se arrastra por los pasillos del Congreso y es probable que quede empantanado en la más conservadora cámara alta.
Cada vez que se habla de la legalización, las predicciones del apocalipsis son emitidas por los partidos políticos de la derecha (aunque algunos de sus miembros la respaldan, para mantener la consecuencia con las ideas neoliberales sobre la prescindencia del Estado en todos los aspectos del funcionamiento de la sociedad). Lo mismo sucede con las instituciones religiosas e incluso con varios especialistas médicos. Si bien la legalización en Uruguay es observada con interés, las dificultades de su implementación también influyen en la discusión chilena.
No obstante, el problema en este país no es tanto el supuesto peligro de la marihuana para la salud pública, como la ambigüedad y la hipocresía en el tratamiento de muchos males sociales, provocadas por la influencia de los sectores de interés que tienen más poder que el conveniente para la democracia, como las iglesias o los empresarios.
El alcoholismo es un caso ejemplar. Chile padece desde tiempos históricos el consumo excesivo de alcohol y, según el Servicio Nacional para la Prevención y Rehabilitación del Consumo de Drogas y Alcohol (Senda), el mal ocasiona pérdidas de 3.000 millones de dólares al año en salud y rendimiento laboral. Dos de cada tres estudiantes adolescentes hacen un consumo riesgoso de bebidas alcohólicas y con el equivalente anual a 10 litros de alcohol puro, los chilenos encabezan la mala estadística latinoamericana.
Una situación similar se da con el tabaquismo. Cada vez que se celebra, en mayo, el Día Mundial sin Tabaco, Chile aparece entre los malos ejemplos identificados por la Organización Mundial de la Salud (OMS). De acuerdo con la Sociedad Chilena de Cardiología y Cirugía Cardiovascular, la prevalencia del consumo entre la población es del 40% y entre los adolescentes, las mujeres de 13 a 18 años presentan son las más fumadoras del mundo.
La ludopatía, o afición patológica al juego, parece ir en aumento desde que el gobierno de Ricardo Lagos autorizó, en 2005, la instalación de casinos privados en todo el país. Un estudio de la Universidad de Santiago reveló que casi el 80% de los jugadores patológicos son mujeres y la mitad pertenece al grupo social más pobre. Además, en los barrios humildes proliferan las máquinas tragamonedas, cuyos clientes principales también son las mujeres, junto con los jóvenes. En cuanto a los casinos, han sido escenario de varios suicidios y recientemente un jugador asesinó a una de las operadoras de una mesa de juegos de cartas, antes de darse muerte él. En la misma casa de juegos, un miembro del personal subalterno del ejército, participante activo de un gran fraude dentro de la institución, perdió dos millones de dólares.
Pese a todo, sigue sin haber un freno a las tragamonedas, porque la justicia determinó que no son juegos de azar, sino de “destreza”. Mientras, los casinos se aferran a la autorregulación y rechazan todo control de las autoridades en su funcionamiento interno. Por una de las frecuentes hipocresías legales, no pueden existir esos establecimientos en Santiago, pero a 45 minutos en auto desde el palacio de gobierno de La Moneda y justo fuera del límite de la Región Metropolitana, una empresa privada levantó un casino al estilo de Las Vegas.
En el tabaquismo, hace muchos años que Chile asumió los compromisos con la OMS para combatirlo. La elaboración de los proyectos de ley correspondientes tuvo todo tipo de obstáculos, puestos principalmente por la empresa tabacalera que controla el mercado y en cuyo directorio se mezclan un exministro de Hacienda de Pinochet con un exministro de Economía de Lagos y una exministra de Energía del gobierno anterior de la presidenta Bachelet. Así, tomó varios años llegar a los ambientes cerrados totalmente libres de tabaco y todavía se puede fumar en las mesas de las veredas de los cafés y restaurantes. Incluso, no hay restricciones para que los comercios de alimentos, como las panaderías, vendan cigarrillos. Los intentos de crear leyes disuasivas del consumo de alcohol han fracasado igualmente, por las gestiones de los bien vinculados gremios de los productores de vino y aguardiente. Entre la juventud, la cerveza es una bebida de altísimo consumo, pero tampoco ha sido posible hacer mucho para reducirlo. La gigantesca Compañía Cervecerías Unidas (que tiene inversiones en Uruguay) vende 22 marcas, además de aguardientes, vodka, ron, whisky y licores varios, aparte de las aguas minerales y gaseosas más populares. El propietario y presidente del directorio es el dueño del Banco de Chile, que autorizó un millonario préstamo al hijo y la nuera de Bachelet para un negocio de especulación con terrenos, que se convirtió en uno de los escándalos que dejaron por el suelo la imagen de la clase política.
En una escala menor, cualquier intento de controlar o reducir el comercio de bebidas alcohólicas encuentra la resistencia de los propietarios de las “botillerías”, unos comercios que las venden hasta altas horas de la noche y a veces durante las 24 horas. Son parte del paisaje urbano nacional, tan tristemente folclóricas como las borracherías en que suelen terminar las fiestas patrias de setiembre.