Con la mirada puesta en el “cumplimiento electoral”

En 2015, un informe del banco de desarrollo de América Latina (CAF) señaló que Uruguay es uno de los países de la región con más policías por habitante y hace dos años contabilizaba 809 efectivos cada 100.000 uruguayos.
En realidad, el promedio del resto de los países es de 368 policías cada 100.000 habitantes y aún así, supera a los países más desarrollados, entre los que se encuentran Estados Unidos y Canadá con 223 y 202 respectivamente. “La presencia policial es efectiva para reducir los niveles de inseguridad ciudadana, pero lógicamente esto no significa que se debe contratar policías hasta que el delito desaparezca”, aseguró el documento.
El reporte también indicó que en las principales ciudades del continente se denuncia solo el 45% de los delitos y se deja constancia que la falta de confianza en la capacidad de la Policía para resolver el problema o en la institución propiamente dicha, sumado a que América Latina y el Caribe tienen la menor cantidad de personas condenadas por delito (4,5 por cada 100) conspiran contra las cifras reales.
En este marco de circunstancias que se repite en últimos años, aparece –nuevamente– el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, convencido que estará muy cerca de alcanzar la promesa electoral de Tabaré Vázquez, de reducir las rapiñas un 30% al final del período. Y así planteadas las cosas, el secretario de Estado saca números y muestra que de un total de 3.500 rapiñas anuales en 2015, se registró una baja de 2.000 rapiñas, con la perspectiva de un descenso al 15% en comparación a dos años atrás para el período diciembre – marzo de 2018. “Si llegamos a eso, una nueva baja como la de este año nos ubica en 22,23%, lo que nos pone a la vuelta de la esquina”, dice Bonomi.
El ministro sube la apuesta y analiza los homicidios desde el punto de vista de los antecedentes penales, ajustes de cuentas y enfrentamientos entre bandas rivales por el territorio. “Hay muchos que no tienen antecedentes judiciales, no fueron procesados, (pero) sí tienen una gran cantidad de delitos atrás” e insistió en que mayoritariamente se trata de enfrentamientos entre delincuentes. Sin embargo, la aclaración de los homicidios se ubica en aproximadamente la mitad de los casos.
Y si se analiza en su globalidad, no alcanzan al 10% los delitos denunciados que se aclaran, lo que significa que –antes de salir de casa– un delincuente ya hizo el cálculo y la suma le dio una posibilidad menor al 10% de ser aprehendido. O como lo definen algunas estimaciones: en Uruguay no se denuncia el 40% de los delitos. Y si se suman los mecanismos de abatimiento de penas establecidos en el Código Penal uruguayo, se destacan las redenciones por trabajo o estudio y no cumplen las penas establecidas por la ley que, por ejemplo, para un homicidio muy especialmente agravado se ubica en 30 años. Es una posibilidad para conmutar la pena que se aplica para todos por igual y sin pensar en el delito o en el nivel educativo con que ya cuenta el delincuente, pongamos por caso a narcotraficantes e incluso el caso de Pablo Goncálvez, cuando debería aplicarse con el objetivo de alfabetizar, ante los bajos niveles de escolaridad que se registran en el ámbito carcelario.
Paralelamente, si subiera el nivel de aclaración de los delitos, también aumentaría la cantidad de presos al doble y las nuevas plazas carcelarias que se construyen no alcanzarían para nada, con un empeoramiento de las condiciones de hacinamiento. Por eso, la prevención y los métodos de disuasión –la instalación de cámaras, la instrumentación de tobilleras o un incremento en el patrullaje– tiene resultados en algunos casos y en otros registró un corrimiento del delito, pero en líneas generales se requiere de mayores presupuestos.
Sin embargo, se debe recordar que en Uruguay el sistema comienza con el procesamiento antes que con una sentencia, por lo tanto, la mayoría de los ingresos a las cárceles se registran sin condena. Y en cuanto al hacinamiento, encontramos un problema no resuelto en las últimas administraciones desde el comienzo de la democracia, cuando había poco más de 1.500 rapiñas y 2.000 presos, con un acelerado deterioro de los establecimientos carcelarios y un cambio del perfil del delito y los presos.
Como sea, toda vez que se habla de las rapiñas no se profundiza en el hecho de violencia que conlleva, donde en innumerables ocasiones está en juego la integridad física –y aún la vida– de las víctimas, porque si “algo sale mal” durante el robo, la transición al homicidio es solo un escalón más. Pero es bueno recordar que el temor a ser rapiñado forma parte de esa “sensación térmica” del delito y cualquier análisis al respecto acrecentará la artillería dialéctica oficialista que minimiza continuamente esta realidad y la atribuye a las demandas opositoras, antes que a los reclamos de un ciudadano cualquiera.
Hoy se puede argumentar y ostentar una visión políticamente correcta que dice que la educación y el trabajo son elementos importantes que ayudarán a la inserción social de quienes se encuentran privados de su libertad y se reclamará a la sociedad un espacio para ellos. Sin embargo, en las cárceles se consume una importante cantidad de drogas, y muchos presos son adictos que se encuentran en activa carrera delictiva. Sin medidas, ni políticas de restricciones, tratamiento ni prevención de las adicciones, las rapiñas seguirán representando el salvoconducto para obtener las sustancias.
Por eso, el incremento de recursos no asegura por sí solo una mejor gestión y ése es el mayor problema de la actual administración. Se presentan cifras exitosas y en sentido ascendente hacia el cumplimiento de las metas electorales, cuando existen delitos que ya ni se denuncian.
En todo caso se reafirma la sentencia ciudadana: “la policía atrapa a los delincuentes, pero entran a los juzgados por una puerta y salen por la otra” y ese aspecto corresponde a la sensación de impunidad existente, con penas laxas y un panorama que el gobierno presenta como una política de “cumplimiento electoral”, cuando el objetivo es mucho más profundo. En realidad, mientras el gobierno se preocupaba por la transformación del lenguaje y en vez de hablar de homicidios, repetía que eran “ajustes de cuentas”, hoy casi elimina dicho término y se refiere al mismo delito como “guerra por territorio”, para suavizar no solamente la realidad que se viven en diversos barrios y zonas del país, sino para convencer que en las calles “normales” pasa otra cosa.