Sin coherencia y con posturas sesgadas

Hasta el 4 de mayo, en Venezuela han muerto al menos 39 personas y se contabilizan más de 700 heridos, entre los cuales se cuentan varios estudiantes y mujeres. A pesar de las manifestaciones pacíficas convocadas por la oposición, la violencia resultó una moneda de cambio desde el 1º de abril, cuando el Tribunal Supremo de Justicia emitiera dos sentencias que dejaron sin poderes a la Asamblea Nacional y otorgaba nuevas potestades al mismo Tribunal y al Presidente.
Si nuestras democracias se basan en tres poderes –con uno menos, sustraído por el propio gobierno venezolano– la proclamación de un autogolpe se vuelve fuerte aunque resulte antipática. Sin embargo, la provocación continuó con el anuncio del presidente Nicolás Maduro de la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, que renovó la ira de quienes ya se encontraban en las calles y sumó a nuevos manifestantes que padecieron los embates de la policía militarizadas, como una marcha de mujeres opositoras lideradas por Lilián Tintori, la esposa de Leopoldo López, uno de los presos políticos más renombrados por levantarse contra el régimen.
Y aunque los simpatizantes chavistas insistan con este aspecto, también deben recordar que el 4 de febrero de 1992, un grupo de cuatro tenientes coroneles –entre los que se encontraba Hugo Chávez– ejecutaron un intento de golpe de Estado contra el presidente constitucional Carlos Andrés Pérez. En aquel entonces, el pueblo venezolano no manifestó su apoyo al gobierno ni tampoco salió a las calles, como lo pedían los militares golpistas, no obstante, la cifra oficial de muertos ascendió a 32.
Veinticinco años después, las movilizaciones sociales aprendieron a mostrar su poderío y salen a las calles en rechazo a la represión. Estudiantes y mujeres encabezan las protestas, mientras se enfrentan con militares fuertemente armados.
La Constituyente –cuestionada hasta por la Conferencia Episcopal Venezolana– tiene una fuerte raíz totalitaria y es un peligro más para el débil sistema que rige en el país caribeño, porque encara una justificación a las decisiones adoptadas por Maduro y sustituye a los partidos por corrientes de opinión, para contrarrestar el resultado de la Asamblea Nacional (o Parlamento), que tras el voto popular tiene mayoría opositora.
En este contexto, Uruguay no sabe qué va a declarar. A pesar de la infantilización de los argumentos que aseguran una ausencia de declaraciones contra lo ocurrido en Siria o en Afganistán, mientras se ejerce presión para opinar sobre lo ocurrido en Venezuela, la fuerza política del gobierno rechazó el intervencionismo de Donald Trump por “aislar” y “satanizar” al gobierno de Maduro, pero desactivó una votación de respaldo al chavismo. A pesar de la sorprendente simplificación sobre el proceso histórico y la realidad venezolana, que se resume únicamente a la responsabilidad de alguien que lleva algo más de cien días en el gobierno, resulta no menos llamativa la nula convocatoria a manifestaciones de repudio en Uruguay, ni en defensa de los estudiantes ni de las mujeres que se manifestaron contra el régimen chavista, tal como se autoconvocaron a un encuentro global contra cualquier tipo de violencia. Y este caso, la padecen por el Estado en un flagrante desconocimiento de los derechos humanos e individuales que consagra cualquier carta magna que se precie de democrática, además de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, que aún integra Venezuela porque su proceso de desvinculación total llevará al menos dos años.
Parece que las organizaciones sociales del continente –incluso las uruguayas– se mostraran amigables con algunas resoluciones gubernamentales y otras siquiera ameritan una enunciación en las redes sociales, tan utilizadas para arengar a las masas cuando conviene la oportunidad.
A todo esto, el embajador venezolano Julio Chirino, que ha desairado al gobierno uruguayo y provocado el enojo del canciller Rodolfo Nin Novoa y del presidente Tabaré Vázquez, se muestra muy cercano a Mujica en los asados del quincho de Varela, o abrazado al vicepresidente Raúl Sendic durante un acto por el Día de los Trabajadores.
Es que la honestidad intelectual es un recurso escaso, mientras se aguarda el miércoles la interpelación al canciller por el diputado colorado Ope Pasquet. Allí el oficialismo deberá demostrar sus dotes de malabarista porque le pesan las declaraciones públicas de Nin y Vázquez, además de los reclamos internos de sectores radicales y las bases.
Pero lo mismo le pasa al gobierno uruguayo, que en primer lugar se sumó a los reclamos por el cese de la represión con la instalación inmediata de las garantías individuales a los manifestantes, y posteriormente en la declaración difundida la semana anterior por países latinoamericanos y de la Unión Europea, no se observa la firma de Uruguay. En realidad, la interpelación no agregará nada nuevo ni finalizará con consecuencias de ningún tipo, porque las bancadas opositoras no se expresaron en abierto desacuerdo al desempeño de la diplomacia uruguaya en este diferendo. Por el contrario, en algunos casos hasta mostraron su conformidad por la firmeza del Ejecutivo. Por eso, cuando se quiere transitar por el medio, el asunto se vuelve delicado.
Mientras la abundancia de declaraciones plagadas de lugares comunes contra el imperialismo yanqui adquiere ribetes anecdóticos, varias cosas pasan en Venezuela que no se miden con la misma vara. Una es que Maduro está dispuesto a usar toda la represión posible para defender su proyecto político ante el avance de las marchas, y otra es la inhabilitación de los líderes opositores (Henrique Capriles y Corina Machado), su encarcelación o persecución.
Los militares, que conforman el cuerpo de seguridad de esa democracia y son la garantía de un de Estado de derecho –junto a otros actores– deberán demostrar con sus actitudes que están a la altura de una circunstancia, a pesar de la compra de voluntades, mejoras salariales o la defensa de los culpables de narcotráfico que lleva adelante el régimen de Maduro. En todo caso, están mandatados a hacer respetar la Constitución y la ley, como en cualquier otra democracia.
Pero las presiones ejercidas por todos lados, han transformado a Venezuela en una caldera a punto de reventar de la forma más siniestra, donde el diálogo y una reconciliación nacional que habilite a una transición democrática parecen alejadas de esta realidad que siembra de sangre las calles de Caracas.
Claro que a esto solo lo resuelven los venezolanos, así como a otros males similares lo resuelven los brasileños, nicaragüenses o salvadoreños. El punto central que conspira contra la seriedad política de un partido, de un dirigente o una organización social de cualquier estirpe es la coherencia y –nuevamente– la corrección política, que en los últimos años han demostrado su actuación impulsiva, según les convenga.