Sanduceros, volquémonos a la ciudad

La crónica del día siguiente informó que aquella mañana caía una fina pero persistente lluvia. Y que el acto culminó en el atrio de la Basílica Nuestra Señora del Rosario y San Benito de Palermo. En aquel junio de 1992 había alrededor de dos mil sanduceros evacuados de sus hogares por una creciente del río Uruguay.
Pero en la mañana del lunes 8 de junio de ese año, en el cuarto mástil del monumento A los Defensores de Paysandú –en plaza Constitución– fue izada, por primera vez en forma oficial, la Bandera de Paysandú. Exactamente a las 10.20, según permite saber la lectura de la cobertura publicada al día siguiente.
Dos entonces niños –hoy de 35 y 36 años–, Verónica Salgado y Alejandro Kirchmeier, fueron protagonistas de la historia, pues ellos fueron los que lentamente movieron la driza, izando la enseña departamental, creada por Silvio Giordano.
Aquellos Segundos Festejos de Paysandú Ciudad no fueron precisamente festivos, la ciudad acompañaba a quienes sufrían directamente las desdichas de la inundación, y colaboraban con esas familias.
Muchos momentos históricos suelen ser así. La historia los recuerda por hechos sobresalientes a la vez positivos y negativos. Hace casi un cuarto de siglo, eso ocurría. El departamento incorporaba un símbolo que hoy nos resulta cotidiano, nos acompaña en cada triunfo deportivo, nos destaca en cada acto y cada logro. La bandera de las tres franjas, tanto arriba como abajo, la superior e inferior azules, la del centro roja, como la de Artigas en 1815, con una flor de mburucuyá en el centro, cuyos tres pistilos representan las tres Defensas de la ciudad (1811/1846/1864-1865).
Entonces su creador llamó la atención a que representaba “la profunda emoción que nos embarga a todos al sentirnos sanduceros”. Razón tenía, y esa razón se mantiene. Porque con el paso de estos pocos años –después de todo, ¿qué es un cuarto de siglo en la historia?–, se ha convertido en un símbolo que cada uno ha asumido como propio. Esta ciudad “es en un todo humana. Cimenta su grandeza en la lucha constante y la visión profética de sus hombres”, como escribiera el, escritor, poeta, periodista y profesor, Miguel Ángel Pías. Las páginas de EL TELEGRAFO custodian sus inolvidables crónicas.
No obstante, el orgullo de ser sanduceros no se constituye por sí y ante sí en una herramienta de unidad a partir de la cual cimentar el desarrollo humano, con mirada de ciudadano atento a la mejora constante de su lugar esencial, su espacio concreto en el mundo.
De hecho, en estos últimos veinticinco años esta sociedad ha perdido parte de su empuje, de sus ganas de estar siempre en delantera y con cierta impotencia aprecia como otras comunidades concretan logros que décadas atrás parecían ser solamente “Made in Paysandú”.
Reconocerlo es el primer paso para construir un presente donde no solamente nos una la bandera –y el himno– sino la voluntad de generar encuentros, de establecer uniones, de buscar proyectos que impliquen reafirmar la conciencia comunitaria.
No se trata de dividirnos en cualquiera de las divisiones que caprichosamente encuentra el ser humano (partidos políticos, estatura, peso, color de piel, nivel de estudios, nivel económico y sigue la lista). Se trata de unirnos a pesar de las diferencias, porque en esencia somos lo mismo: sanduceros, por nacimiento o por adopción, pero bajo la misma bandera. Esa que en su flor en el centro recuerda a aquellos hombres y mujeres que empuñaron las armas para defender este suelo. Por tres veces.
Mirar lo oscuro de la realidad es quedarnos solamente con la peor parte, es perdernos las penumbras que vislumbran luces y es desconocer el brillo que siempre está. Que no se puede ocultar.
No se trata de deslindar responsabilidades. De sostener que el estancamiento de esta comunidad se debe a quienes gobiernan, a los empresarios, a los profesionales, a los trabajadores, a los estudiantes o al perro de la esquina. Se trata de comprender que solamente hay una manera de arrancar, de poner primera y volver al camino, dispuestos a una travesía a velocidad de autopista.
Es algo simple de expresar, mas no tan sencillo de concretar. Es la búsqueda del bien de todos, eso que llamamos bien común, que –de hecho– se vuelve inusual. Esta sociedad sanducera que se ha tornado neutra necesita sentirse única, mas no por ello mejor. Necesita pensar en positivo, en dejar de cuestionar cada instante de la existencia ajena.
Herramientas tenemos. Quizás hace tiempo que no las usamos, nos hemos especializado en contar y recordar las perdidas. Pues, la historia del ser humano, de cada uno y de la comunidad que integra es así, con blancos y negros, con ganadas y perdidas.
Pero el desafío principal es construir de manera permanente una ciudad y un departamento a la medida del ser humano, lo que nos representa en la bandera que está a días de los 25 años de haber sido izada por primera vez.
Hacer énfasis en lo malo es sencillo, porque de hecho lo malo es lo de los otros. Pensar en lo bueno, se torna más difícil, porque nos cuesta palmear al semejante y reconocer sus logros.
De hecho, tuvo que venir alguien que viajó miles de kilómetros para decirnos lo que nunca debimos olvidar. “Vuelquen la ciudad al río”, dijo el barcelonés Toni Puig. Es solo un ejemplo, no más que eso. Pero es un sacudón, es una demostración de que se hace imprescindible corregir nuestra miopía.
Que queda expuesta porque pese a nosotros mismos seguimos de espaldas al río, temerosos de sus avances, de sus invasiones a la ciudad. Pues, hay que comprender ahora, cuanto antes mejor, que el crecimiento no depende de otros, sino especialmente de nosotros.
Debemos tomar como desafío y meta común pensar en nosotros desde la alegría del ser sanducero, sabedores que imperfecciones tenemos, pero comprendiendo que unidos somos capaces de tener una comunidad que nos permita dejar de ser esclavos de la negatividad.
Si a mediados del siglo pasado la ciudad pudo construir no solo un presente pujante y establecer las bases de un futuro venturoso, sino ser ejemplo en el país y en la región, hoy no podemos ni debemos hacer menos. Con las diferencias que cada uno tenga, aprovechando las cosas que ciertamente nos unen. Cada cual desde su sitio, pero apoyando el trabajo y el esfuerzo de los demás.
Ya no seremos la misma ciudad industrial del siglo pasado, pues bien, seremos otra ciudad, que la metamorfosis no nos de temor. El mayor desafío es tener el coraje de sustentar la unidad. Parafraseando a Toni Puig, sanduceros, volquémonos a la ciudad. La bandera nos une. Que no solamente nos recuerde las defensas del pasado, que nos impulse a –quizás– la mayor de todas: la defensa de una comunidad auténtica, humana, productiva y feliz de ser lo que nuestro símbolo nos recuerda.