El efecto placebo

La Real Academia Española define al placebo como una “sustancia que, careciendo por sí misma de acción terapéutica, produce algún efecto favorable en el enfermo si este la recibe convencido de que esa sustancia posee realmente tal acción” y aclara que su origen, en latín, significa “agradaré”.
Las marchas originadas en movimientos sociales o políticos han provocado un efecto placebo dentro de las sociedades que se comprometen por un lado, y por otro se exhiben en campañas para las fotografías que suben a las redes sociales y viralizan lo que en realidad somos: seres mediáticos que aguardamos cualquier instancia para aparecer, sin parecerlo.
Y en realidad no se trata de deslegitimar las causas, tales como por una convivencia en paz o contra los feminicidios, u otras que surgen bajo la necesidad de este efecto placebo, sino de su efectividad y corrección política.
Es obvio que todos nos embanderamos contra la violencia hacia la mujer y estamos a favor de una coexistencia en tolerancia, pero es justo reconocer que otras movilizaciones, como por ejemplo contra la inseguridad ciudadana, no tuvieron la respuesta esperada. Es que resulta difícil congregarse y plantarse por temas que puedan incomodar a las autoridades de turno, más aún en nuestro país, si se toma en cuenta que –en su mayoría– provienen de un origen progresista. Y esto es un axioma que para confirmarlo alcanza con observar a algunos referentes locales o nacionales de estas organizaciones sociales y su posterior militancia política.
Es que pocos cambiarán el escenario a partir de estas convocatorias porque las realidades sobrepasan a las gestiones y además, no resultará fácil el involucramiento en asuntos comprometidos, como un cambio de actitud para denunciar los casos de violencia doméstica o la valentía que imprime hablar de las rapiñas en un contexto difícil de cambiar, más allá de las estadísticas oficiales.
Incluso queda la triste idea de que algunos que se suman a estas jornadas, acostumbran a estigmatizar a la mujer en diversas áreas, o se refieren a ellas a través de las redes de manera inadecuada. Más aún si no convergen en sus creencias políticas.
En los últimos tiempos hay una lista de ejemplos para citar y refrescar la memoria sobre estas actitudes. La resolución de la directora de Desarrollo Social de la Intendencia de Montevideo, Fabiana Goyeneche, de intimar al Coffee Shop de Pocitos por un supuesto acto de “discriminación y xenofobia” fue aplaudido o censurado, según la simpatía política.
En los casos de censura se utilizó un lenguaje soez y agresivo que fue denunciado por otras mujeres en las mismas redes, a través de un comunicado partidario y por declaraciones de legisladoras frenteamplistas. Prácticamente las mismas palabras ha recibido a lo largo de su gestión la diputada nacionalista Graciela Bianchi, en los últimos meses la escritora Mercedes Vigil o la viuda del expresidente Jorge Batlle, Mercedes Menafra, y las redes no se encendieron con el mismo calor.
Por eso es una demostración clara que el efecto placebo sirve para algunas enfermedades, si son políticamente correctas. De lo contrario, cuando esos intereses “no nos interesan tanto”, se dejan pasar bajo el manto de la indiferencia. Es que la raíz de las soluciones se encuentran en los cambios de actitudes personales, antes que en las manifestaciones colectivas que demuestran que al día siguiente la vida continúa, como si nada hubiera pasado el día anterior. Y si no, miremos (nuevamente) a las estadísticas.
Es que ya se ha tornado una costumbre peligrosa darle trascendencia a las cuestiones que se vuelven virales en las redes, tanto sea una noticia, una campaña o una denuncia, y un ejemplo claro es lo ocurrido en aquel café de Pocitos provocado por un académico que no recibió entrenamiento para dudar acerca de la literalidad de lo que lee, o la ignorancia clara y manifiesta de una comunidad poco acostumbrada a actualizarse sobre el idioma que practica (y a leer), cuando se polemizó acerca de la utilización de “oenegé” u “ONG” en un titular de EL TELEGRAFO, como si no hubiese asuntos mucho más importantes sobre los cuales debatir.
Ocurre que la necesidad de elevarse y trascender hacia temas más importantes ya no forma parte de la condición humana, sino que se requieren de efectos placebos para seguir viviendo y demostrar que somos mejores personas. Claro que no se trata de silenciar una forma constitucionalmente permitida e inherente al ser humano en tiempos democráticos, sino a autoanalizarnos hacia dónde vamos, cada vez que nos enarbolamos detrás de una bandera. Porque las manifestaciones sirven –también– para que un gobernante analice la marcha de su gestión y resuelva en consecuencia, pero este no es el caso de Uruguay.
A nivel global, las marchas pacifistas efectuadas en diversos países no han modificado ni un ápice el derrotero de los gobernantes y sus planificaciones para el Oriente Medio, las condiciones en Asia-Pacífico o en el extremo Oriente. La carrera armamentista recibió centenares de protestas a lo largo de las décadas y, sin embargo, los países no han hecho otra cosa de potenciarse para demostrar su poderío. Tal como ocurre actualmente con esta ostentación que practican Estados Unidos, Rusia y Corea del Norte.
También en la vieja Europa –creadora y promotora de estos movimientos– las protestas pacifistas se agotan, desalientan y merman su participación. Allí se viraliza la paz a través de las redes y el compromiso se sustenta en un “Me Gusta” o con un hashtag, cómodamente sentados en el living, porque la Unión Europea, como garante de paz, está en una crisis profunda y no tiene a grandes referentes. Donald Trump es absolutamente imprevisible y Vladimir Putin defiende su bastión sirio con el derecho a veto que impone desde las Naciones Unidas, que tampoco ha ejercido liderazgo ni ha estado a la altura de las circunstancias actuales con una firme condena a la “madre de todas las bombas” o “al padre” de todas ellas.
A esta altura, los intelectuales se preguntan si un desarme completo es posible y si se puede prescindir de intervenciones militares, incluso para salvaguardar los derechos humanos. Por eso hay que entender que participar o no participar no nos transforman en mejores o peores personas, sino que demuestran que la corrección política se ha vuelto un mal de nuestros tiempos, donde algunos asuntos resultan más dignos para la protesta que otros.